Miguel Mora Morandeira
Cuadros vivientes
Hasta hace muy poco yo podría considerarme, con orgullo además, como uno de esos llamados apocalípticos sorprendidos – e incluso hasta indignados – a quienes le saltaban las alarmas ante la espectacularización de nuestro mundo, de nuestra vida, como consecuencia de la visión que nos transmiten las pantallas. En el fondo "La sociedad del espectáculo" que preconizaba Guy Debord en los años sesenta.
Detesto - ¿detestaba? - los experimentos inmersivos multisensoriales a que nos someten, cada vez con más frecuencia, al entrar a ver una exposición de un artista importante en un Museo (Van Gogh, Monet por citar dos recientes en Madrid). Y cómo el culto a la emoción pública al que se refiere Theodore Dalrymple en su teoría sobre el sentimentalismo tóxico, está corroyendo a nuestra sociedad.
Pero yo en mi rechazo a la incorporación del mundo del espectáculo (artistas- bailarines reproduciendo escenas o la totalidad de un cuadro) creía que los cuadros eran puros, completos e intocables y no se podían sino contemplar, admirar, reverenciar: el cine aquí, visto como "imagen invasora" ya tenía otro muy importante campo. Por otra parte, la incorporación de la imagen en movimiento al mundo de la moda convencional venía a fortalecer mis "principios". Recordando noticias de un Festival de moda (2001) en que se narraban historias a través de la propia ropa. Más aún, en ese año Alexander Mc. Queen hizo para Voos una inquietante exposición sobre la salud mental, con modelos encerrados en cajas de vidrio rodeadas de polilla.
Una conversación reciente, con alguien que no pensaba lo mismo, me ha hecho buscar una mínima documentación y me he enterado de que los "Tableaux vivants" ( Cuadros vivientes ) vienen de siglos atrás y que el primer "Tableau vivant" documentado proviene de 1761 en París durante la representación del cuadro de Greuze "L´accordée de village". Y de que, también, en espacios como el Egyptian Hall de Londres se organizaban espectáculos de tableaux como el dirigido por el pintor David Wilkie. En la época victoriana se popularizaron los shows de esculturas clásicas o de poses plásticas interpretadas por mujeres sin ropas para esquivar la prohibición del desnudo en los escenarios.
Y pensando, me acuerdo de la escena de la última cena en la película Viridiana de Buñuel, director cinematográfico que idolatro, escena antológica realizada con actores mendigos que para mí constituye una de las cimas del arte cinematográfico. Y, claro, Buñuel no era la excepción que yo "disculpaba" de este tipo de intromisión. Pasolini en "La Ricotta" hace encarnar a Orson Welles como director que realiza una película sobre Cristo a base de pinturas de Rosso y Pontormo. O que Jean Luc Godard (¡nada menos que Godard!) da vida a cuadros de Ingres, El Greco, Goya …
Y me encuentro también con una frase que ha acabado por convencerme "El cine permite traspasar la inmóvil frontalidad de la pintura y del tableau vivant para transitar la imagen reconstruida".
Cada vez son más frecuentes excelentes obras de arte en paredes de edificios. El yeso, el granito sirven de lienzo. En un muro parisiense de la calle Descartes (nada menos) me encontré con una obra del pintor belga Alechinsky en la que están representados varios árboles. Alechinsky es un pintor fascinado por la no contaminación, por la pureza del arte brut. Se acompaña, en la misma pared, por un poema de Yves Bonnefoy. Imposible de incluir aquí entero pero un párrafo del mismo dice: "Filósofo, tienes la suerte de tener el árbol en la calle, tus pensamientos serán menos difíciles, tus ojos más libres…"
Con las personas que pasan por la calle, en movimiento por tanto, estos muros son también "Cuadros vivientes".